martes, 28 de marzo de 2017

Padre Nuestro

Padre Nuestro
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No hay en el lenguaje humano ninguna palabra en que se condense toda la buena nueva que Cristo trajo a la tierra, como en la palabra que el hombre dirige a su Dios llamándole: Padre. Dios, nuestro Padre, nosotros sus hijos.
La palabra Padre la repite Cristo muchísimas veces, tanto en sus sermones a los judíos y apóstoles como en sus oraciones. Especialmente se ve esto en los Evangelios de San Mateo y San Juan. San Mateo trae esta palabra 44 veces, Juan cerca de 115 veces. De esto se deduce cuán profundamente impresionó esta palabra a los apóstoles y cuánto se grabó en su memoria.
Al poner esta palabra al principio de su oración, Cristo quería producir en nosotros los mismos sentimientos que El abrigaba. Por eso se puede comprender cuánto le agrada el que este pensamiento fundamental de su trato con Dios halle un eco fiel en nuestras oraciones.
Cuando un niño no conoció a su padre como la imagen perfecta del amor providencial, y no creció al calor de este amor, siempre sentirá la falta de uno de los aspectos más felices de su vida. Lo mismo acaece en el hombre que no aprendió sentirse hijo de Dios. A él no le queda más remedio que pedir con toda reverencia como los discípulos: "Señor, enséñanos a orar".
¡Padre! ¡Cuán feliz me siento en la convicción de tener por Padre a Dios, el Eterno e Inmenso, el Creador y Señor de todas las cosas creadas! ¡Qué ánimo y aliento, qué confianza en todas las situaciones de mi vida me da esta seguridad! ¡Oh Padre mío, yo creo en tu eterno amor para conmigo! Cuán fielmente cumpliste siempre tus obligaciones de Padre conmigo! Yo a mi vez quiero ser fiel hijo tuyo y buen hermano de tus hijos, mis hermanos en la tierra, ante todo de tu Hijo que me recuperó los derechos perdidos de ser hijo tuyo.
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Que estás en el cielo
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Allí arriba donde vive mi Padre, está mi patria y mi casa paterna. ¡Cuán pequeña parece ante esto la pobre tierra con sus sufrimientos y gozos pasajeros, con sus cuitas y placeres! Voy a guardar viva en mi alma siempre una verdadera nostalgia del cielo. Ella fortalecerá mi voluntad con el propósito decidido de una vida sin mancha, y preservar mi alma del deseo de enamorarse de objetos terrenos y de buscar mi consuelo en las cosas de la tierra.
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Santificado sea tu nombre
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¡Que tu, oh Padre, encuentres en el mundo aquella gloria externa que se te debe en la vida pública y privada de los hombres, en la ciencia y las bellas artes, en la técnica y en la vida política, ante todo en la práctica de las virtudes de tus hijos! ¡Ojalá todo sea dirigido para promover tu honra y gloria! Esta es mi primera aspiración en todas mis oraciones, como es el principal interés de los hijos buenos que el padre de familia sea honrado y amado de todos.
Oh querido Padre que estás en los cielos, necesito pedirte muchas cosas: soy pobre y necesito mi pan cotidiano; soy más pobre porque necesito el perdón de mi culpa: soy aún más pobre, porque necesito ser librado siempre de nuevos peligros; soy pobrísimo, porque necesito ser preservado de la perdición eterna. Pero todas esas cosas no han de ser lo primero que te pido. El primer y principal objeto de todos mis anhelos es que tu nombre sea santificado. ¡Ojalá toda mi vida sea dedicada a conseguir este fin primordial de todos los hombres de la tierra!
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Venga a nosotros tu reino
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Nosotros somos tu propiedad y posesión, oh Señor. Fortalece en nuestros corazones la convicción de ser tuyos a fin de no servir a nadie fuera de Tí. No permitas que el espíritu del mundo reine en perjuicio de las almas inmortales. Refrena la incredulidad, la soberbia y la sensualidad. Extiende tu reino por medio de la propagación de la fe entre todos los pueblos de la tierra, por la libertad y exaltación de la Iglesia, por la multiplicación de su influjo en todas las manifestaciones de la vida a su alcance, para ennoblecer la sociedad y poder llevarla a su verdadera felicidad. Toma posesión de los corazones de todos los hombres a fin de que puedan llegar a ser herederos de tu reino eterno.
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Hágase tu voluntad
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Estas palabras tienen un sentido doble. Hay una voluntad de Dios que el hombre tiene que cumplir con sus obras. Hay otra que debe respetar y sufrirla con paciencia. Mas ambas voluntades debemos tomar como con ambas manos. De ahí que esta petición contiene primero el sincero propósito de cumplir la voluntad de Dios; segundo, la generosa resolución de aceptar todas las disposiciones de la Divina Providencia, aun las más pesadas y dolorosas, con plena sumisión y entrega de si mismo; tercero, el fervoroso ruego por el auxilio de la divina gracia para el constante cumplimiento de estos propósitos.
Toda mi felicidad y mi valor depende de si me someto con toda mi alma a la voluntad de Dios o no. Yo renuncio a mi propia voluntad y a mis deseos particulares. ¿Qué importa todo eso, con tal que se cumpla la voluntad de Dios? Sólo aquello tiene razón de ser, que deriva de la siempre santa, siempre amable, siempre bondadosa voluntad divina y está en conformidad con ella.
Danos, oh Padre, tu poderosa gracia que nos hace abrazar y cumplir siempre lo que Tú quieres, y nos mantiene firmes y fuertes en todo lo que dispone o permite tu santa Providencia.

En la tierra como en el cielo
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En el cielo ya no hay desobediencia, ni murmuración, ni tardanza, ni vacilación en el cumplimiento de la voluntad divina. Allí todos quieren sólo lo que Dios quiere, y lo quieren con amor puro. El perfecto cumplimiento de la divina voluntad es la bienaventuranza de todos los bienaventurados. Ojalá también nosotros en la tierra no trabajáramos por ningún otro ideal que el cumplir, como los ángeles y santos del cielo, la voluntad de Dios, en lo grande como en lo pequeño con toda perfección asequible con el auxilio de la divina gracia.
El fiat (hágase en mí según tu palabra) de la Madre de Dios dio la señal para que se verifique el gran misterio de la Encarnación del Verbo Eterno con todas las bendiciones que de ahí vinieron sobre los hombres.
Otro fiat de la boca del Divino Salvador en el jardín de Getsemaní significaba la aceptación del cáliz de la Pasión para el ofrecimiento del sacrificio cruento, por el cual el Cordero de Dios quitó los pecados del mundo y nos abrió el cielo.
En la misma línea está ahora el fiat que el divino Maestro pone en nuestra boca en el Padre nuestro, y que diariamente sube de nuestros labios a las alturas del cielo.
Digamos, pues, este nuestro fiat con el mismo espíritu y con la misma generosidad con que El y su santísima Madre pronunciaron el suyo.
Hasta aquí, el devoto que ora, piensa más en el Padre celestial que en sí mismo. El defiende más los intereses de Dios que lo suyos propios. Es evidente que con ello procura, a la vez, en realidad, su propia felicidad. En estas tres primeras peticiones está el centro de gravedad del Padre nuestro; y cuanto más ellas llenan nuestra alma, tanto más fuerza tendrán ante Dios las siguientes peticiones, en las que recomendamos a la bondad divina nuestros propios asuntos y aspiraciones diciendo implícitamente: Por la gloria de tu santo nombre, danos, oh Padre, el pan de cada día, perdónanos nuestras deudas, no nos dejes caer en la tentación y líbranos de todo mal.
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Danos hoy nuestro pan de cada día
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Bajo el concepto de "pan de cada día" que pedimos para todo el género humano, entendemos en primer término todos los bienes materiales y espirituales que el hombre necesita para la vida terrenal y existencia digna a su naturaleza. Llama nuestra atención que, cuando las peticiones anteriores, abrazan el cielo, la tierra y la eternidad, ésta se concreta al día que pasa y al pan que necesitamos.
Esta petición debe ser condicional, esto es, unida a la anterior a la que pedimos que se haga la voluntad de Dios en todas las cosas. Así pedimos aquí que nos dé el pan de cada día, si así es su santa voluntad.
Incondicional debe ser esta petición sólo cuando la referimos al pan de la divina gracia que diariamente necesitamos, o al pan de la Hostia divina. El recuerdo del Santísimo Sacramento es el pensamiento más hermoso y tierno que la palabra "pan" puede sugerirnos.
Que siempre aumente el número de los fieles que reciben diariamente este pan celestial y que con ellos se multiplique el número de aquellos en que Cristo vive y reina y que viven en Cristo; esto significaría el más perfecto cumplimiento de esa petición, la solución de la atormentadora cuestión por el pan cotidiano que tanto interesa a los hombres.
Muy convenientemente se une a esta petición la Comunión espiritual, a la vez que el ruego por aquellos pobres, a quienes falta el pan del día. No en balde Cristo acentúa tanto en esta y en las siguientes peticiones el concepto de familia que prima en ellas, que se llega a pensar que, no se nos concedería ningún pedido personal, que no alcance a la vez a todos nuestros hermanos.
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Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden
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Esta petición intenta mantener vivo en nosotros el espíritu de penitencia.
El perdón de los pecados es la necesidad más urgente del caído género humano. No hay cosa que oprima tanto como una culpa no expiada. Ahora bien, el precio del perdón de toda la culpa del hombre lo pagó Cristo por medio de sus infinitos méritos, adquiridos por su vida, pasión y muerte. Pero la aplicación de estos méritos al alma exige su cooperación a la gracia. Esta cooperación no prestan, desgraciadamente, millares de almas. Para todas ellas pedimos nuevas y más abundantes gracias de perdón y conversión. En esto estriba el significado de esta petición. Al formularla no pensamos solamente en nuestra culpa personal, sino también en la de nuestra familia, de nuestros hermanos y allegados, de nuestro pueblo, patria y de todo el linaje humano. Este apostolado de la oración, esta petición por la conversión de los pecadores, disidentes, infieles y paganos, es una obra excelente de misericordia que cada cual puede hacer.
En todo ello hay que tener presente que Dios nuestro Señor es Padre bondadosísimo, inclinado por naturaleza a usar de misericordia donde quiera que note alguna buena voluntad en el hombre. No creamos algo de Dios que tendríamos reparo o vergüenza de creer de nuestro propio padre. Para nosotros pedimos la gracia de recibir siempre dignamente el Sacramento de la Penitencia y de no engañarnos acerca de la seriedad de nuestra contrición y sinceridad de nuestros propósitos, prometiendo a la vez cumplir con la condición expresada en las palabras que agregamos: "como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden". El perdón que Dios nos concede está en relación exacta con la conducta que nosotros observamos con nuestros prójimos (Mat. 7, 2). Un silencioso y sincero: "Perdona nuestras ofensas" por la salud de nuestro prójimo es la mejor contestación al rencor y la antipatía natural que se levanta en nuestro interior, y constituirá nuestro perdón y justificación ante el tribunal divino.
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No nos dejes caer en la tentación
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En esta petición imploramos, nos preserve Dios de nuestros pecados, confesión que avergüenza nuestro orgullo. No podemos confiar en nosotros mismos. La historia de nuestra vida es en su mayor parte la historia de nuestras derrotas en las tentaciones. Sólo el que se teme a si mismo y confía en el auxilio de Dios, está seguro de no pecar. Al pedir que Dios no nos deje caer en las tentaciones, nos obligamos, a la vez, a evitar todas las ocasiones de pecado y emplear los medios necesarios para no pecar.
Adviértase aquí el plural "nos". Lo que cada cual pide para sí, lo implora igualmente para todos sus prójimos. ¡Con qué insistencia surgirá muchas veces de los corazones buenos y celosos de la salvación de las almas esta petición a favor de las que se hallan confiadas a su cuidado, especialmente para conservar la inocencia de la vida! ¡Cuán necesaria es tal oración, ante todo en la época actual en que toda la atmósfera se halla envenenada del olor pestífero de la tentación!
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Y líbranos del mal
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Líbranos de todo lo que significa en realidad un mal. Luego, no de las cruces de la vida, puesto que ellas no son un verdadero mal, sino gracias divinas; pero sí, de las consecuencias del pecado, de la ceguera del espíritu y de la flojedad de la voluntad, de todo influjo del mal en cuanto nos separa de Dios y del cielo; ante todo para nosotros y para todos nuestros allegados, de la consecuencia más funesta del pecado y del mal más grande, que es la perdición eterna.
Oh Padre celestial, líbranos de la pena eterna del infierno. Defiende, Señor, a tu pueblo: límpiale, bondadoso, de todos los pecados: pues no le dañará ninguna adversidad mientras no le domine alguna maldad.



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