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No hay en el lenguaje humano ninguna palabra en que
se condense toda la buena nueva que Cristo trajo a la tierra, como en la
palabra que el hombre dirige a su Dios llamándole: Padre. Dios, nuestro
Padre, nosotros sus hijos.
La palabra Padre la repite Cristo
muchísimas veces, tanto en sus sermones a los judíos y apóstoles como en sus
oraciones. Especialmente se ve esto en los Evangelios de San Mateo y San
Juan. San Mateo trae esta palabra 44 veces, Juan cerca de 115 veces. De esto
se deduce cuán profundamente impresionó esta palabra a los apóstoles y cuánto
se grabó en su memoria.
Al poner esta palabra al principio
de su oración, Cristo quería producir en nosotros los mismos sentimientos que
El abrigaba. Por eso se puede comprender cuánto le agrada el que este
pensamiento fundamental de su trato con Dios halle un eco fiel en nuestras
oraciones.
Cuando un niño no conoció a su
padre como la imagen perfecta del amor providencial, y no creció al calor de
este amor, siempre sentirá la falta de uno de los aspectos más felices de su
vida. Lo mismo acaece en el hombre que no aprendió sentirse hijo de Dios. A
él no le queda más remedio que pedir con toda reverencia como los discípulos:
"Señor, enséñanos a orar".
¡Padre! ¡Cuán feliz me siento en
la convicción de tener por Padre a Dios, el Eterno e Inmenso, el Creador y
Señor de todas las cosas creadas! ¡Qué ánimo y aliento, qué confianza en
todas las situaciones de mi vida me da esta seguridad! ¡Oh Padre mío, yo creo
en tu eterno amor para conmigo! Cuán fielmente cumpliste siempre tus
obligaciones de Padre conmigo! Yo a mi vez quiero ser fiel hijo tuyo y buen
hermano de tus hijos, mis hermanos en la tierra, ante todo de tu Hijo que me
recuperó los derechos perdidos de ser hijo tuyo.
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Que
estás en el cielo
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Allí arriba donde vive mi Padre, está mi patria y mi casa paterna.
¡Cuán pequeña parece ante esto la pobre tierra con sus sufrimientos y gozos
pasajeros, con sus cuitas y placeres! Voy a guardar viva en mi alma siempre
una verdadera nostalgia del cielo. Ella fortalecerá mi voluntad con el
propósito decidido de una vida sin mancha, y preservar mi alma del deseo de
enamorarse de objetos terrenos y de buscar mi consuelo en las cosas de la
tierra.
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Santificado sea tu
nombre
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¡Que tu, oh Padre, encuentres en el mundo aquella
gloria externa que se te debe en la vida pública y privada de los hombres, en
la ciencia y las bellas artes, en la técnica y en la vida política, ante todo
en la práctica de las virtudes de tus hijos! ¡Ojalá todo sea dirigido para
promover tu honra y gloria! Esta es mi primera aspiración en todas mis
oraciones, como es el principal interés de los hijos buenos que el padre de
familia sea honrado y amado de todos.
Oh querido Padre que estás en los
cielos, necesito pedirte muchas cosas: soy pobre y necesito mi pan cotidiano;
soy más pobre porque necesito el perdón de mi culpa: soy aún más pobre,
porque necesito ser librado siempre de nuevos peligros; soy pobrísimo, porque
necesito ser preservado de la perdición eterna. Pero todas esas cosas no han
de ser lo primero que te pido. El primer y principal objeto de todos mis
anhelos es que tu nombre sea santificado. ¡Ojalá toda mi vida sea dedicada a
conseguir este fin primordial de todos los hombres de la tierra!
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Venga
a nosotros tu reino
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Nosotros somos tu propiedad y posesión, oh Señor. Fortalece en nuestros
corazones la convicción de ser tuyos a fin de no servir a nadie fuera de Tí.
No permitas que el espíritu del mundo reine en perjuicio de las almas
inmortales. Refrena la incredulidad, la soberbia y la sensualidad. Extiende
tu reino por medio de la propagación de la fe entre todos los pueblos de la
tierra, por la libertad y exaltación de la Iglesia, por la multiplicación de
su influjo en todas las manifestaciones de la vida a su alcance, para
ennoblecer la sociedad y poder llevarla a su verdadera felicidad. Toma
posesión de los corazones de todos los hombres a fin de que puedan llegar a
ser herederos de tu reino eterno.
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Hágase tu voluntad
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Estas palabras tienen un sentido doble. Hay una
voluntad de Dios que el hombre tiene que cumplir con sus obras. Hay otra que
debe respetar y sufrirla con paciencia. Mas ambas voluntades debemos tomar
como con ambas manos. De ahí que esta petición contiene primero el sincero
propósito de cumplir la voluntad de Dios; segundo, la generosa resolución de
aceptar todas las disposiciones de la Divina Providencia, aun las más pesadas
y dolorosas, con plena sumisión y entrega de si mismo; tercero, el fervoroso
ruego por el auxilio de la divina gracia para el constante cumplimiento de
estos propósitos.
Toda mi felicidad y mi valor
depende de si me someto con toda mi alma a la voluntad de Dios o no. Yo
renuncio a mi propia voluntad y a mis deseos particulares. ¿Qué importa todo
eso, con tal que se cumpla la voluntad de Dios? Sólo aquello tiene razón de
ser, que deriva de la siempre santa, siempre amable, siempre bondadosa
voluntad divina y está en conformidad con ella.
Danos, oh Padre, tu poderosa
gracia que nos hace abrazar y cumplir siempre lo que Tú quieres, y nos
mantiene firmes y fuertes en todo lo que dispone o permite tu santa
Providencia.
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En el cielo ya no hay desobediencia, ni murmuración,
ni tardanza, ni vacilación en el cumplimiento de la voluntad divina. Allí
todos quieren sólo lo que Dios quiere, y lo quieren con amor puro. El
perfecto cumplimiento de la divina voluntad es la bienaventuranza de todos
los bienaventurados. Ojalá también nosotros en la tierra no trabajáramos por
ningún otro ideal que el cumplir, como los ángeles y santos del cielo, la
voluntad de Dios, en lo grande como en lo pequeño con toda perfección
asequible con el auxilio de la divina gracia.
El fiat (hágase en mí según
tu palabra) de la Madre de Dios dio la señal para que se verifique el gran
misterio de la Encarnación del Verbo Eterno con todas las bendiciones que de
ahí vinieron sobre los hombres.
Otro fiat de la boca del
Divino Salvador en el jardín de Getsemaní significaba la aceptación del cáliz
de la Pasión para el ofrecimiento del sacrificio cruento, por el cual el
Cordero de Dios quitó los pecados del mundo y nos abrió el cielo.
En la misma línea está ahora el fiat
que el divino Maestro pone en nuestra boca en el Padre nuestro, y que
diariamente sube de nuestros labios a las alturas del cielo.
Digamos, pues, este nuestro fiat
con el mismo espíritu y con la misma generosidad con que El y su santísima
Madre pronunciaron el suyo.
Hasta aquí, el devoto que ora,
piensa más en el Padre celestial que en sí mismo. El defiende más los
intereses de Dios que lo suyos propios. Es evidente que con ello procura, a
la vez, en realidad, su propia felicidad. En estas tres primeras peticiones
está el centro de gravedad del Padre nuestro; y cuanto más ellas llenan
nuestra alma, tanto más fuerza tendrán ante Dios las siguientes peticiones,
en las que recomendamos a la bondad divina nuestros propios asuntos y
aspiraciones diciendo implícitamente: Por la gloria de tu santo nombre,
danos, oh Padre, el pan de cada día, perdónanos nuestras deudas, no nos dejes
caer en la tentación y líbranos de todo mal.
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Danos
hoy nuestro pan de cada día
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Bajo el concepto de "pan de cada día" que
pedimos para todo el género humano, entendemos en primer término todos los
bienes materiales y espirituales que el hombre necesita para la vida terrenal
y existencia digna a su naturaleza. Llama nuestra atención que, cuando las
peticiones anteriores, abrazan el cielo, la tierra y la eternidad, ésta se
concreta al día que pasa y al pan que necesitamos.
Esta petición debe ser
condicional, esto es, unida a la anterior a la que pedimos que se haga la
voluntad de Dios en todas las cosas. Así pedimos aquí que nos dé el pan de
cada día, si así es su santa voluntad.
Incondicional debe ser esta
petición sólo cuando la referimos al pan de la divina gracia que diariamente
necesitamos, o al pan de la Hostia divina. El recuerdo del Santísimo
Sacramento es el pensamiento más hermoso y tierno que la palabra
"pan" puede sugerirnos.
Que siempre aumente el número de
los fieles que reciben diariamente este pan celestial y que con ellos se
multiplique el número de aquellos en que Cristo vive y reina y que viven en
Cristo; esto significaría el más perfecto cumplimiento de esa petición, la
solución de la atormentadora cuestión por el pan cotidiano que tanto interesa
a los hombres.
Muy convenientemente se une a esta
petición la Comunión espiritual, a la vez que el ruego por aquellos pobres, a
quienes falta el pan del día. No en balde Cristo acentúa tanto en esta y en
las siguientes peticiones el concepto de familia que prima en ellas, que se
llega a pensar que, no se nos concedería ningún pedido personal, que no alcance
a la vez a todos nuestros hermanos.
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Perdona
nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden
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Esta petición intenta mantener vivo en nosotros el
espíritu de penitencia.
El perdón de los pecados es la
necesidad más urgente del caído género humano. No hay cosa que oprima tanto
como una culpa no expiada. Ahora bien, el precio del perdón de toda la culpa
del hombre lo pagó Cristo por medio de sus infinitos méritos, adquiridos por
su vida, pasión y muerte. Pero la aplicación de estos méritos al alma exige
su cooperación a la gracia. Esta cooperación no prestan, desgraciadamente,
millares de almas. Para todas ellas pedimos nuevas y más abundantes gracias
de perdón y conversión. En esto estriba el significado de esta petición. Al
formularla no pensamos solamente en nuestra culpa personal, sino también en
la de nuestra familia, de nuestros hermanos y allegados, de nuestro pueblo,
patria y de todo el linaje humano. Este apostolado de la oración, esta
petición por la conversión de los pecadores, disidentes, infieles y paganos,
es una obra excelente de misericordia que cada cual puede hacer.
En todo ello hay que tener
presente que Dios nuestro Señor es Padre bondadosísimo, inclinado por
naturaleza a usar de misericordia donde quiera que note alguna buena voluntad
en el hombre. No creamos algo de Dios que tendríamos reparo o vergüenza de
creer de nuestro propio padre. Para nosotros pedimos la gracia de recibir
siempre dignamente el Sacramento de la Penitencia y de no engañarnos acerca
de la seriedad de nuestra contrición y sinceridad de nuestros propósitos,
prometiendo a la vez cumplir con la condición expresada en las palabras que
agregamos: "como también nosotros perdonamos a los que nos
ofenden". El perdón que Dios nos concede está en relación exacta con la
conducta que nosotros observamos con nuestros prójimos (Mat. 7, 2). Un
silencioso y sincero: "Perdona nuestras ofensas" por la salud de
nuestro prójimo es la mejor contestación al rencor y la antipatía natural que
se levanta en nuestro interior, y constituirá nuestro perdón y justificación
ante el tribunal divino.
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No
nos dejes caer en la tentación
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En esta petición imploramos, nos preserve Dios de
nuestros pecados, confesión que avergüenza nuestro orgullo. No podemos
confiar en nosotros mismos. La historia de nuestra vida es en su mayor parte
la historia de nuestras derrotas en las tentaciones. Sólo el que se teme a si
mismo y confía en el auxilio de Dios, está seguro de no pecar. Al pedir que
Dios no nos deje caer en las tentaciones, nos obligamos, a la vez, a evitar
todas las ocasiones de pecado y emplear los medios necesarios para no pecar.
Adviértase aquí el plural
"nos". Lo que cada cual pide para sí, lo implora igualmente para
todos sus prójimos. ¡Con qué insistencia surgirá muchas veces de los
corazones buenos y celosos de la salvación de las almas esta petición a favor
de las que se hallan confiadas a su cuidado, especialmente para conservar la
inocencia de la vida! ¡Cuán necesaria es tal oración, ante todo en la época
actual en que toda la atmósfera se halla envenenada del olor pestífero de la
tentación!
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Y líbranos del mal
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Líbranos de todo lo que significa en realidad un mal.
Luego, no de las cruces de la vida, puesto que ellas no son un verdadero mal,
sino gracias divinas; pero sí, de las consecuencias del pecado, de la ceguera
del espíritu y de la flojedad de la voluntad, de todo influjo del mal en
cuanto nos separa de Dios y del cielo; ante todo para nosotros y para todos
nuestros allegados, de la consecuencia más funesta del pecado y del mal más
grande, que es la perdición eterna.
Oh Padre celestial, líbranos de la
pena eterna del infierno. Defiende, Señor, a tu pueblo: límpiale, bondadoso,
de todos los pecados: pues no le dañará ninguna adversidad mientras no le
domine alguna maldad.
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martes, 28 de marzo de 2017
Padre Nuestro
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